domingo, 19 de enero de 2014

Y en la estación


El gris del cielo hacía incluso más difícil aquel momento. ¡Qué tontería que un color nos afecte tanto!
Decídselo a ella, que aún creía que a veces se ahogaba en sus ojos.

Cabizbaja, caminaba absorta, colocándose de vez en cuando el gorro del abrigo, mejor protector de la lluvia que cualquier paraguas. Y es que, en contra de lo típico en ella, justo aquel día no le apetecía mojarse; no, sabiendo que lo haría sin él.


Durante todo el trayecto, ninguno medió palabra e incluso, 
de no ser por cómo se miraban, habrían podido pasar por un par de extraños.

La discusión de  la noche anterior aún resonaba en su cabeza; 
sus propios gemidos por el polvo de reconciliación de después, también.

Tragó saliva y humedeció sus labios levemente, secos debido al frío.

-¿No vas a darme un abrazo? –musitó él con la voz algo entrecortada

(quizás por todo el tiempo sin hablar, quizás por soportar la presión de un posible llanto en el pecho).

Le abrazó como respuesta. Daba igual qué pasara, él iba a irse de todos modos.

Salieron del metro subiendo el último tramo de escaleras, 

encontrándose con montones de personas que esperaban a alguien que de un momento a otro les provocaría una sonrisa con sólo bajar del tren.

Al otro lado del andén, despedidas.
Lágrimas de una madre besando con fuerza a su hijo, 

un niño pequeño que movía el brazo a modo de despedida sin querer soltar su peluche favorito y tirándole besos a quien parecía su hermana mayor y entre muchas personas más, ellos.

Y justo allí, en la estación, en ese mismo instante se dio cuenta: debía irse con él.


Sabría que no soportaría el café a solas, no tenerle para que le 

secara la espalda tras salir de la ducha o el lado izquierdo del colchón vacío.

Entonces pensó que el amor era eso: no querer abandonar a esa persona
aunque ello supusiera irse con lo puesto y sin maleta que luego tener que deshacer.

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