martes, 28 de agosto de 2012

Tercer acto.


 Soledad



Quien usa a menudo la frase de ‘más vale solo que mal acompañado’ quizás nunca ha estado en mi situación.

viernes, 24 de agosto de 2012

De nuevo.


Huida.



Abrió los ojos buscando a tientas el nórdico en mitad de la cama cuando recordó que no estaba en su casa al ver su espalda moverse ligeramente a causa de la respiración.

Su ropa interior volvía a estar tirada en algún rincón de una habitación desconocida y es que aquello se había convertido en rutina. Todo, con tal de no implicarse, de no dar más, de no sentir. Sin embargo, con él parecía ser diferente y eso le tenía algo asustada. Ya había entregado su corazón una vez y aún intentaba reconstruir los pedazos.
Se sumió de nuevo en sus pensamientos con respecto a él. Desde que se conocían se habían llevado bien, pero jamás pudo imaginarse que pudiese pasar algo más entre ellos a pesar de tener la mayoría de los factores que ella buscaba en el sexo opuesto.

Miró por la ventana y los primeros rayos de un sol invernal comenzaban a salir. ‘No puedo quedarme’-decidió. Aprovechó que los ojos verdes de él aún estaban cerrados debido al sueño, rebuscó sus cosas y salió de allí.
Le latía el corazón demasiado rápido, mezcla de los nervios y de sentimientos que ella creía que nunca volverían a surgir.
Estaba siendo cobarde, pero no veía otra solución. ‘Arriesgar’-le contradijo su conciencia, a lo que ella negó con énfasis mientras metía parte de sus pertenencias en el bolso y rebuscaba el móvil.
Cinco minutos más tarde ya estaba fuera de allí.

Pasaron varias semanas y el estar de exámenes finales apenas le dejaba tiempo para pensar lo que, en parte, agradecía.
Aquel viernes era la fecha de su último examen y con ello el comienzo de las vacaciones de Navidad.
Dio un pequeño salto para ajustarse los vaqueros y terminar de abrocharlos, cogió la mochila y los apuntes y salió de casa con prisa para no perder el autobús.

‘Por fin libre’-suspiró aliviada al mismo tiempo que recogía sus cosas y entregaba el examen al profesor. Iba a irse cuando se lo encontró, a él, frente a frente en aquel enorme pasillo; normalmente atestado de estudiantes y, en aquel instante, vacío, como si el destino lo hubiese querido así. Decidió que aquel momento era para quedarse, no quería volver a huir.

martes, 14 de agosto de 2012

Vuelvo a las andadas.



 Adicción


‘Odio fumar’-pensó mientras apagaba lo que era el último de sus tantos cigarrillos aquella noche. Suspiró. Intentaba encontrar una palabra que definiese su estado de ánimo en vano.
Pegó un pequeño salto del taburete en el que se solía sentar todas las noches desde que iba a ese bar. O, mejor dicho, desde que iba sin él.
La rabia de aquel recuerdo le hizo soltar el billete de mala manera en la barra a la vez que, de reojo, observaba con una pequeña punzada la que solía ser la mesa de ambos. Y, si ya de por sí era difícil cualquier separación, el hecho de ser perfectamente consciente de que ella tenía la culpa no mejoraba nada.
Podría decirse que se trataba de una infidelidad, aunque no era exactamente así; al menos no de esas en las que en un desliz te acuestas con otra persona por no saber valorar lo que tienes. No, ella le quería con locura, no habría podido hacer el amor con nadie más.
Se colocó con cierto estilo la bufanda alrededor del cuello y se ajustó el gorro, dejando que un mechón de su castaño cabello sobresaliese de manera casual. Al instante, se despidió del dueño del bar con una cordial sonrisa y salió de allí con el recuerdo del invierno anterior aún más latente.
-Ven, tonta, deja que te abrigue –susurró él mientras la abrazaba y le ofrecía su sudadera mientras le agarró inocentemente el brazo, haciendo que ella reaccionase con una expresión de dolor que él no esperaba.
-No es nada –se apresuró a decir mientras estiraba la sudadera por dicha zona, como si eso hiciera que las punzadas desapareciesen. Pero él no se fio. Hacía días que la notaba diferente, pero supuso que sería la presión del trabajo y de la carrera.
-Enséñame el brazo, por favor –pidió por tercera vez, teniendo finalmente que sujetarla y abusar de su fuerza para, finalmente, ver aquellos pequeños cardenales de los que no había mucho más que decir.

Corrió antes de que el semáforo volviese al rojo y aún podía oír la voz de él en su cabeza diciéndole, gritándole que ese era el mínimo problema, pero que no podía creer que le hubiese engañado, que le había sido infiel. Infiel, con otra droga, puesto que ambos eran adicción el uno para el otro.
Y, sin quererlo, el caprichoso destino los unió un año después, allí mismo, donde los cardenales de antaño ya sólo eran parte del recerdo, en aquella acera concurrida de gente. Ella, sola. Él de la mano de otra chica. Sus miradas dijeron todo y nada, no hicieron falta palabras para dar a entender lo mucho que aún se querían y que se echaban de menos.
El semáforo volvió a ponerse en verde y él se fue, sin más. Quizás y sólo quizás, tendrían el siguiente invierno para volver a verse.