He sobrevivido a historias
dignas del Holocausto,
a la quema de la pólvora
entre las sábanas
y al café sobrante,
resto de otra derrota en la que la herida era
el eco de un portazo.
Luché, siendo cada pedazo de
mí misma un arma de doble filo,
dejando que tú fueses tanto
cañón como bala.
Y en cada beso confié,
alzando bandera blanca,
ilusa.
Vivo a pecho descubierto,
a corazón en bandeja,
a medias entre el ‘te quiero,
pero no puedo’ –o no puedo querer-.
Hice de mi cuerpo trinchera
y del lado izquierdo, casa okupa –de la que te
fuiste, como todos, como yo.
Y es que has traspasado
tantas veces el muro que yo misma forjé,
que no me extraña rendirme
cada vez que vuelves.
Me despido de ti,
sabiendo que no será la
última cicatriz que me dejas,
pensando que gano la batalla
cuando vienes,
pero que pierdo un poco de mí
cuando te vas.