Trenzaba
su cabello pausadamente ante aquel espejo, el cual les había visto quererse en
más de una ocasión.
Ahora, simplemente se limitaba a reflejar la tristeza de su rostro y una
pequeña sonrisa forzada, sinónimo de un ‘no puedo permitirme llorar’.
Lápiz
de labios en mano, enmarcó su boca en rojo fuego, recordando que una vez le
dijeron que llevar trenza y labios rojos a la vez era estar el doble de triste.
Y lo
estaba, era un hecho. Lo retorcido es que ya no sabía por qué o por quién. Un
caos.
Aún
en ropa interior, miró a través del espejo, pasando sus grandes ojos
almendrados en el colchón, ese donde había despertado alguna que otra madrugada
sólo para asegurarse de que él seguía allí.
Y es
que había vuelto a su vida tantas veces que ya parecía que jamás se hubiese
ido. Juntos, eran lo más parecido a la definición de amor. Separados, dejaban
de ser, encontrando el sinsentido a sentir.
Dolía, por llamarlo de alguna manera, puesto que había tanto vacío que ya
dudaba de que hubiera palabra posible para definir aquel estado de sin estar.
Recordaba
con tanta exactitud su forma de desvestirle, su beso al salir de la ducha o sus
manos aferradas mientras encontraban la paz (y mucha guerra) entre las piernas
del otro que se torturaba a sí misma, pensando si realmente aquello había
ocurrido.
No
sabía nada de él y tampoco tenía claro si quería hacerlo.
Huyó,
como quien huye de algo irrefrenable, dejando una nota, muchas lágrimas y un puzzle
de quinientas piezas que una vez latió a su mismo compás.
Huyó
de ella, de sentir, de la idea de querer tanto a alguien de llegar al extremo
de que doliese.
Decenas
de clavos usó en vano, intento de sacar aquella estaca.
Misma
cama, mismo lápiz de labios, pero ella no era la misma. De hecho, ni era.
Volvió
en sí, retirándose del tocador, poniéndose un vestido azul marino, el cual él
le había regalado en cierta ocasión.
Echó
un último vistazo al espejo.
“Mírame,
con tu vestido y esperando querer que alguien que no seas tú me lo arranque”.