lunes, 29 de octubre de 2012

Sigue aquí.

Dejarse.





Una tenue luz iluminaba casi con temor las frías baldosas de aquel cuarto de baño.
Mientras tanto, ella apartaba su media melena hacia el hombro derecho y, con cierta desenvoltura, eliminó el agua que sobraba del mismo haciendo que varias gotas resbalasen irremediablemente hasta su cintura.

Rió, aunque sin ningún atisbo de alegría. Y, es que, hacía demasiado tiempo que alguna gota de agua no recorría más tiempo de la cuenta su cuerpo; no cuando aún estaba él.
Él. Y ahora era todo tan distinto que incluso dudaba de si realmente habían formado parte el uno del otro.

Miles de ‘¿pero qué os ha pasado?’ revoloteaban incesantes.
“Eso me gustaría saber”- pensó en voz alta, escuchándose extraña tras tantos días de silencio.
Nada. Ese era el problema, quizás, que no había ocurrido nada en absoluto.
Se dejaron marchar el uno al otro; sería demasiado sencillo culpar tan solo a una parte.

El final de aquella canción y la voz del locutor de radio le hicieron volver en sí, percatándose de que estaba aterida a causa del frío. Envolvió su cuerpo en la toalla hasta asegurarse de no tener erizado cada poro de piel.
Distraída, comenzó a desenredar cada mechón castaño, escuchándose pensar demasiado alto para su gusto.
Sabréis de la sensación que hablo si os describo su reacción al oír cómo alguien introducía la llave en la cerradura.
“Ha vuelto”-latió el corazón. Y, con el peine aún en la mano, corrió hasta la entrada para verse reflejada en aquel espejo de cuerpo entero, expectante, a medio peinar y descubriendo que no había nadie y que él no iba a regresar.

viernes, 26 de octubre de 2012

Inspiración, no te vayas.



Jamás. O quizás no.



Jamás había creído en nada o al menos no tenía un recuerdo certero de que alguna vez hubiese sido así. Su desesperación se palpaba en aquel gesto nervioso de pasarse la mano por la barba, que parecía más bien algo casual.

Otro día más. Habían dejado de hablar y en cierto modo sabía que él era el culpable. Él había pedido espacio y lo tenía pero, entonces, ¿por qué le molestaba tanto no cruzar un mísero saludo con ella?
Todo era fácil. Tan fácil como mandarle un mensaje o marcar su número de teléfono.
Miró el móvil de reojo, el cual estaba quieto, sin sonar, sin moverse, encima de aquel pequeño escritorio. ‘Tienes miedo’ –afirmó una voz en su cabeza. Y, como toda verdad, escocía al reconocerla. Miedo, miedo a fracasar de nuevo, a querer otra vez para que luego saliese mal y, aquella vez era peor aún. Peor porque el sentimiento jamás había sido tan fuerte y los kilómetros nunca tantos. Sabía, tenía la certeza de que era ella. Ese ‘ella’ del que parece que sólo se habla en las películas. Nadie sabe explicar cómo y cuándo se da cuenta de que siente algo tan fuerte, aunque él creía que para averiguar si esa persona significa más que ninguna otra, era imaginar un futuro juntos; toda una vida.

Se rió, acusándose de cursi por aquellos últimos pensamientos. ¿Qué iba a hacer? Tampoco era cuestión de no hablarle nunca más. ¿Y si ella se pensaba que había dejado de importarle? Las mujeres son muy dadas a pensar de esa manera: no hablas, no importas. Y no era eso, sino todo lo contrario. Importaba mucho, tanto que la cobardía de perderle por cualquier estupidez hacía que le faltara el aire. Y sabía, lo notaba en cada poro de su piel, que si tenía la oportunidad de besarle alguna vez, jamás querría dejarle ir. Esa dependencia le abrumaba. No es que ella le agobiase, sino la idea en sí de poder querer tantísimo a alguien.
Una cosa estaba clara: debía tomar una decisión o pasarían los días y la paciencia de ella se convertiría en orgullo y este en desinterés.
A la mañana siguiente, después de haber soñado con ella por quincuagésima vez, descolgó el teléfono. Era momento de arriesgar.