martes, 14 de agosto de 2012

Vuelvo a las andadas.



 Adicción


‘Odio fumar’-pensó mientras apagaba lo que era el último de sus tantos cigarrillos aquella noche. Suspiró. Intentaba encontrar una palabra que definiese su estado de ánimo en vano.
Pegó un pequeño salto del taburete en el que se solía sentar todas las noches desde que iba a ese bar. O, mejor dicho, desde que iba sin él.
La rabia de aquel recuerdo le hizo soltar el billete de mala manera en la barra a la vez que, de reojo, observaba con una pequeña punzada la que solía ser la mesa de ambos. Y, si ya de por sí era difícil cualquier separación, el hecho de ser perfectamente consciente de que ella tenía la culpa no mejoraba nada.
Podría decirse que se trataba de una infidelidad, aunque no era exactamente así; al menos no de esas en las que en un desliz te acuestas con otra persona por no saber valorar lo que tienes. No, ella le quería con locura, no habría podido hacer el amor con nadie más.
Se colocó con cierto estilo la bufanda alrededor del cuello y se ajustó el gorro, dejando que un mechón de su castaño cabello sobresaliese de manera casual. Al instante, se despidió del dueño del bar con una cordial sonrisa y salió de allí con el recuerdo del invierno anterior aún más latente.
-Ven, tonta, deja que te abrigue –susurró él mientras la abrazaba y le ofrecía su sudadera mientras le agarró inocentemente el brazo, haciendo que ella reaccionase con una expresión de dolor que él no esperaba.
-No es nada –se apresuró a decir mientras estiraba la sudadera por dicha zona, como si eso hiciera que las punzadas desapareciesen. Pero él no se fio. Hacía días que la notaba diferente, pero supuso que sería la presión del trabajo y de la carrera.
-Enséñame el brazo, por favor –pidió por tercera vez, teniendo finalmente que sujetarla y abusar de su fuerza para, finalmente, ver aquellos pequeños cardenales de los que no había mucho más que decir.

Corrió antes de que el semáforo volviese al rojo y aún podía oír la voz de él en su cabeza diciéndole, gritándole que ese era el mínimo problema, pero que no podía creer que le hubiese engañado, que le había sido infiel. Infiel, con otra droga, puesto que ambos eran adicción el uno para el otro.
Y, sin quererlo, el caprichoso destino los unió un año después, allí mismo, donde los cardenales de antaño ya sólo eran parte del recerdo, en aquella acera concurrida de gente. Ella, sola. Él de la mano de otra chica. Sus miradas dijeron todo y nada, no hicieron falta palabras para dar a entender lo mucho que aún se querían y que se echaban de menos.
El semáforo volvió a ponerse en verde y él se fue, sin más. Quizás y sólo quizás, tendrían el siguiente invierno para volver a verse.

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